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Cuando huir no es suficiente

Más de 1 millón de refugiados y migrantes llegaron a las costas europeas a través del Mediterráneo en 2015, la mayoría navegando en precarias embarcaciones

  • Por: ANDRÉS MOURENZA / PROCESO
  • 05 ABRIL 2016 - 10:08 a.m..
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Esmirna, Turquía

El señor Nikos sabe bien lo que es huir. Por eso no le cuesta trabajo entender a los miles que, desde su aldea en las montañas septentrionales de Lesbos, ha visto llegar a su isla en los últimos meses cruzando la estrecha franja marina que separa Turquía de Grecia, ya en la Unión Europea.

Esa misma dirección tomaron sus abuelos en 1922 para escapar de los turcos. A un pariente suyo lo asesinaron en la playa. “A quien agarraban, le cortaban la cabeza”, asegura que relataban tiempo atrás los refugiados griegos que habían huido de lo que entonces era el Imperio Otomano.

El propio Nikos, cuando apenas tenía 15 años, emigró de Lesbos a Venezuela: su padre, pescador, se había partido una pierna y él, el hijo mayor, tenía que proveer a la familia. Durante casi dos décadas habitó en tierras extranjeras, antes de regresar por una enfermedad que lo invalidó parcialmente. “Cuando aprieta el hambre, cuando te persigue la guerra, no tienes otra opción que escapar”, sentencia.

Más de 1 millón de refugiados y migrantes llegaron a las costas europeas a través del Mediterráneo en 2015, la mayoría navegando en precarias embarcaciones la escasa distancia que separa Turquía de las islas griegas, que en algunos puntos, como en el caso de Lesbos, no supera los 10 kilómetros.

En lo que va de 2016 ya han llegado a las islas griegas 150 mil personas, pese a que se trata de los meses de peores condiciones climatológicas, por lo que se ha incrementado el número de naufragios: 147 personas han muerto ahogadas y por hipotermia en menos de tres meses, más de un tercio de los fallecidos durante todo el año pasado en estas aguas.

“Esto es un canal y aunque por este lado parezca que la mar está calma, en el otro lado hay oleajes importantes”, explica Óscar Camps, director de la ONG Proactiva Open Arms. “Las mafias ponen a las barcas motores en mal estado y, al ir sobrecargadas, no tienen fuerza ni para girar. Van 50 personas, que es mucho peso para la mierda de embarcaciones que son. Si alguien se pone nervioso o se levanta, la barca se vuelca”, señala.

Camps y sus 14 socorristas profesionales, destacados a lo largo de la costa de Lesbos, han sacado ya a medio millar de personas del agua en los poco más de siete meses que llevan en la isla. “Cuando hay un naufragio no hay tiempo que perder. El agua está muy fría y los chalecos que llevan son muy malos, les entra agua y terminan hundiéndose. Si tardas 15 minutos en llegar, se te han muerto todos los menores de dos años. Si tardas media hora, no queda nadie vivo, excepto los que tengan 20 ó 25 años”.

EL VIAJE DE RIFAT

De la dureza de la travesía da constancia Rifat. Este abril cumplirá dos años. En el campo de refugiados de Kara Tepe, en Lesbos, todos le hacen gestos de cariño y juegan con él, tratando de que olvide el mal trago de la travesía marina.

“Pasamos mucho miedo y mi niño no paraba de llorar. Afortunadamente es muy pequeño y espero que jamás se acuerde de lo que vivimos”, explica Nur, la madre.

Que esta bioquímica siria que aún no ha llegado a los 30 años hable de miedo no es poco. Ella y su marido, Hassan, se vieron obligados a escapar por una ruta llena de riesgos.

En Damasco, Hassan trabajaba para el Departamento de Bosques y Jardines del gobierno, pero el Ejército lo llamó a filas, a combatir en la guerra que asuela Siria desde hace cinco años. “Yo no quiero matar a nadie”, dijo él. El matrimonio intentó marcharse legalmente. Pidió asilo en los consulados franceses en Turquía y Líbano, pues Nur había estudiado en Francia gracias a una beca europea.

Pero la diplomacia gala no respondió a su solicitud, como ha sido el caso de muchos otros sirios que han intentado emigrar a Europa antes que arriesgar su vida en el mar. Ello pese a que oficialmente las autoridades de la UE aseguran que su intención con el nuevo acuerdo con Turquía es fomentar las vías legales para los refugiados.

Así, Nur, Hassan y el pequeño Rifat iniciaron su huida de Siria en diciembre pasado. Desde Damasco cruzaron territorio en guerra, controlado por las más diversas facciones –los soldados del gobierno, las milicias rebeldes, grupos yihadistas–, ocultos en un vehículo de transporte de ganado.

Pero en la localidad de Minbij fueron descubiertos por la policía del Estado Islámico, la organización que ha aterrorizado al mundo con sus brutales asesinatos por crucifixión, decapitaciones, ataques químicos y atentados suicidas. El dinero –unos 500 dólares– logró recomprar su libertad y fueron capaces de llegar a Turquía, desde donde buscaron pasar a Grecia. Los tres primeros intentos fueron fallidos: en una ocasión, los guardacostas apresaron su lancha a escasa distancia del islote griego de Farmakonisi y tuvieron que regresar a Turquía.

 “Estábamos muy estresados, por un lado sabíamos que ahora, en invierno, es muy peligroso echarse al mar, pero también queríamos llegar antes del día 20, cuando entraba en vigor el acuerdo UE-Turquía, para evitar que nos deportaran”, asegura Nur.

Lo consiguieron: el 18 de marzo alcanzaron Grecia. Ahora ellos, como otros 50 mil refugiados en territorio griego, se encuentran en un limbo: no pueden ser devueltos a Turquía porque llegaron antes del día 20, pero el cierre de las fronteras de los países balcánicos (Macedonia, Albania y Serbia) les impide seguir su ruta hacia el corazón de Europa.

Más de 5 mil malviven hacinados en dos edificios abandonados del puerto del Pireo. Otros 4 mil 500 están en el viejo aeropuerto de Atenas. Más de 10 mil chapotean en el barro en Idomeni, en la frontera greco-macedonia, donde sólo recientemente se ha comenzado a levantar un campamento de refugiados. El resto pulula por las islas y la Grecia continental sin saber qué hacer.

LEGALMENTE ARRESTADOS 

Con todo, ellos son los afortunados. Quienes llegaron a las costas de Lesbos después del 20 de marzo han sido encerrados en Moria, un campamento de refugiados convertido en centro de detención e internamiento.

Hasta esa fecha ese campamento era gestionado por diversas ONG lideradas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Sus condiciones eran relativamente aceptables. Pero ahora que son las autoridades helenas quienes se hacen cargo, la situación es deplorable, según pudo constatar el enviado de Proceso.

La mayoría de los 2 mil internados duermen sobre el suelo de contenedores de plástico. Pese al frío, escasean las cobijas. No hay agua caliente. La comida corre a cargo del Ejército, que la subcontrata a una empresa del exterior, pero es habitualmente insuficiente y de mala calidad.

“No nos dan apenas comida, la gente tiene que comprarla fuera. Y se aprovechan de nosotros: nos venden las cosas a través de las verjas al doble de precio”, se queja un afgano que habla, desde el interior de Moria, a condición de anonimato.

Hamza, un joven sirio, asegura que ante la constante llegada de nuevos internos, a algunos se les hace dormir dentro del perímetro vallado, pero a la intemperie.

Otro afgano, Ahmet, lamenta que el día que llegaron, hicieron permanecer a sus hijos, de uno, dos y tres años, durante horas bajo la lluvia. “¿Por qué nos tienen encerrados? ¿Somos criminales?”, se pregunta. Para él, esto no puede ser Europa, al menos no la Europa que imaginaba y exige que le permitan seguir adelante, hacia Alemania o Austria: “No lo hago por mí, sino por mis hijos. Para que puedan crecer como personas rectas y honestas, y no los maten los talibanes”, dice.

A muchos de los detenidos en Moria se les ha distribuido un documento informativo en inglés –lengua que no todos entienden– y que uno de los internos muestra a este periodista. En él se establece que los allí presentes han sido “legalmente arrestados” y como tal, tienen derecho a “un abogado”, “a un traductor en caso de desconocer la lengua griega”, “a informar a sus familiares y a las autoridades consulares” y a “ser puesto a disposición de un juez”.

Es una mentira tras otra, pues ninguna de estas prerrogativas –las garantizadas en cualquier estado de derecho– son respetadas en Moria.

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