Mi Reynosa

Un reportaje ficticio

La historia de Juan Francisco, un hombre plebeyo, pobre, poco agraciado pero honrado

  • Por: FORTINO CISNEROS CALZADA
  • 25 NOVIEMBRE 2021 - .
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Juan Francisco de Guemes y Horcasitas.

Este reportaje ficticio se ha escrito como un cuento en respuesta a la demanda de un interlocutor no identificado:

Un cuento me pedís. Os contaré la historia de un hombre plebeyo, pobre y poco agraciado; pero, honrado. Su recuerdo lo cantan los cielos, los mares y las tierras de aquende y allende el océano. 

Resulta que, un día, antes de dejar España, Juan Francisco fue a su solar nativo; tenía la intención de rebosar su espíritu con las esencias del terruño. “Somos lo que fuimos”, decía convencido.

La tarde caía lenta, como deslizando suavemente su cauda de luz en agonía para descubrir el cielo oscuro colmado de estrellas. 

Llegó a las riberas del Ebro, donde tantas veces había pescado truchas que su madre guisaba con sabrosura. Contempló las aguas que empezaban a tomar un color acerado y no pudo impedir un torrente de emociones. 

Un vientecillo del este hacía descender la temperatura; el grito de un urogallo que reclamaba la presencia de sus hembras, lo sacó de sus cavilaciones. 

Volvió a la carretela y cruzó el puente de tablones viejos para llegar a la loma que dominaba el caserío. 

Los frailes franciscanos habían encendido ya las antorchas de la capilla del Rosario, en la iglesia de San Sebastián, perfumando de resina el ambiente. 

Cuando entró al sagrado recinto, su sombra se proyectó gigantesca sobre las blancas paredes y danzaba al compás de sus movimientos. 

Persignose ante el Altísimo y se dirigió al sepulcro de su madre. Ahí quedó absorto durante mucho tiempo. Más que calcular minutos, contaba recuerdos.

–Honestidad, hijo; esa es la brújula que puede llevarte al país de tus sueños. –Le había dicho la noble matrona, antes de morir. 

Por alguna razón que no entendía, lo había llamado aparte para confiarle sus últimos pensamientos: 

–Tu, hijo, estás llamado a realizar una misión extraordinaria; para cumplirla, sólo tienes que dejarte llevar; has bien tus deberes y confía al cielo lo demás. 

La noche del funeral, ante el féretro, recordando sus palabras, Juan Francisco juró en voz alta que cubriría el lecho mortuorio de su madre con oro puro. 

Pronunció su compromiso con enérgicos acentos; sin embargo, entre quienes lo escucharon hubo la convicción de que sólo eran buenas intenciones. Difícilmente podría cumplir un aldeano pobre y escaso de lucimiento esa tarea.

Su madre había heredado la administración de las rentas reales cuando su marido pasó a mejor vida, y el cargo le esperaba; pero, percatose de que por ese camino no llegaría a su destino; tampoco le atrajo la carrera eclesiástica, por lo que ingresó a la milicia. 

Se fue al combate siguiendo a Felipe V, en la Guerra de Sucesión. 

Pocos y malos soldados tenía el reino y pocas y malas sus armas: picas, espadas, sables y algunos mosquetones. 

Esa dificultad fue para Juan Francisco una gran oportunidad; con su ejemplo personal de disciplina y eficacia, inspiró a sus compañeros de milicia para ser mejores soldados. 

Se acercó a los mandos y les convenció de procurar los recursos para dotar a las tropas de fusiles con bayoneta y adquirir las modernas variedades de cañones.

Su carrera fue en constante ascenso, tanto como sus triunfos en las guerras que España sostenía para recuperar la supremacía política y económica en Europa. 

El oficial plebeyo ofreció la nobleza de sus actos, en substitución de la nobleza de estirpe. Con las palabras de su madre indeleblemente grabadas, fue rigurosamente honesto en todos sus actos. 

“Confiadle vuestra vida y podréis dormir tranquilo”, aseguraban en la Corte.

Jefes y oficiales de los ejércitos reales buscaban las mejores posiciones políticas y administrativas vacantes en los lugares que domeñaban, Juan Francisco seguía adelante, austero y desprendido. 

“Ni parece de este mundo”, cuchicheaban algunas voces malévolas de por sí, porque el cántabro no daba pie para la maledicencia. Dirigió todas sus potencias y todos sus afanes a servir y obedecer.

Nada raro fue que, cuando la Corona consideró pertinente fortalecer sus posiciones de ultramar y fincar una sólida defensa para sus naves en Cuba, Juan Francisco fuera el elegido para cumplir tan ardua encomienda. 

–¡Que tiemble Barbanegra! Y los piratas, corsarios, filibusteros y bucaneros que quedan. 

–¡Y también los ingleses!

Era pasada la medianoche cuando Juan Francisco salió de la capilla. Los frailes y sus escoltas apenas si se tenían en pie; él, ligero y enérgico, cenó un trozo de tasajo y se echó a dormir unas cuantas horas. 

Al alba, con la lozanía de los primeros rayos áureos, encargó sus asuntos a un administrador y dirigiose a Antequera, a fin de contraer matrimonio con la bella Antonia Cepherina. 

Marchó, luego, para dar cabal contenido a su nombramiento de gobernador y capitán general de la isla de Cuba. 

En la Habana, su mujer le dio ocho hijos. 

Con el tiempo, Juan Francisco tuvo fama y fortuna. Pudo haber cumplido entonces su promesa. 

Disponía de gruesas sumas en metálico, rescatadas de las naves de los piratas del Caribe. Pero, su honestidad se lo impidió.

El plebeyo reinosano alcanzó la nobleza por mérito propio. Quizá alguna leve dubitación hubiera torcido su trayectoria con rumbo a la más alta posición a que podía aspirar un español fuera de la península: Virrey de la Nueva España.

En Madrid, las campanas lanzaban al aire su tañido lastimero, doliente, pesaroso, por la muerte del rey Felipe V, quien gobernó por más de 45 años. 

Seguía el pesar cuando Juan Francisco llegó, en julio de 1746, a la espléndida Ciudad de México. 

El virrey, como había hecho el monarca fallecido, se enfrentó a la ruinosa situación de la Colonia. 

Luchó contra la corrupción y estableció nuevos impuestos para hacer más equitativa la carga fiscal.

Fomentó la intervención del Estado en la economía, favoreció la agricultura y creó las llamadas manufacturas reales. 

Al final de su administración, los ingresos de la hacienda se habían multiplicado y la renta había mejorado sustancialmente. 

No había llegado a festejar y ser festejado, a holgar y ser reverenciado; llegó a combatir la deshonestidad, a desterrar los vicios y a reorganizar y dignificar la administración pública.

Engrandeció a su patria con entrega y dedicación, posibilitando una época de esplendor y bonanza. 

Enalteció a su tierra natal con la fundación de la Nueva Santander, provincia que, con sus villas, presidios y misiones, de las que no podía faltar Reinosa, reprodujo en el Nuevo Continente a la Cantabria de sus amores. 

Honró a su madre y a su juramento, enviando desde la Ciudad de México a Reinosa, Merindad de Campoo, en Cantabria, España, “500 libros de panes de oro” para cubrir con hojas del preciado metal el retablo mayor de la iglesia donde reposan los resto de la mujer que le dio la vida y el norte de la misma.

Murió lleno de honores, los más grandes a que un ser humano, plebeyo, pobre y ciertamente poco agraciado, puede aspirar. 

Su gloria es haber sido rigurosamente honrado porque su madre le dijo un día, antes de morir: 

–Honestidad, hijo; esa es la brújula que puede llevarte al país de tus sueños.

Así lo entendió don Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, conde de Revillagigedo, gobernador y capitán general de Cuba y virrey de la Nueva España, hijo del recaudador de rentas reales de Reinosa y padre del muy ilustre y reconocido don Juan Vicente Güemes y Pacheco de Padilla, también virrey de la Nueva España, quizá el más grande de todos. 

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