Mi Reynosa

Madres esquizofrénicas, la mente es sólo un caracol que se esconde

La crueldad de las voces, la tortura de convivir con gente que no existe, la angustia de no encontrar cómo aferrarse a la realidad, la sensación de acoso, el estigma social. Qué más podría sumarse a la vida de las enfermas con esquizofrenia. La respuesta es simple: la violación de sus derechos sexuales y reproductivos.

  • Por: EMEEQUIS
  • 23 NOVIEMBRE 2015 - .
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Las mujeres escuchan voces que las martirizan y alteran su estado.

PRIMERA PARTE

Ser una madre con esquizofrenia es un desafío a otras voces: heredará la enfermedad, será incapaz de cuidar a sus hijos, atentará contra ellos.

Las palabras, los sonidos y las imágenes se licuarán en el cerebro hasta convertirse en una versión fraudulenta de la realidad. La confusión y el temor acosarán a las mujeres esquizofrénicas que han sido madres.

Son pocas las que han tenido hijos porque muchas de ellas han sido sometidas a esterilizaciones coaccionadas, forzadas o sin su consentimiento.

¿Quién puede decidir cómo y por qué tener un hijo? En algunas mujeres, el instinto maternal es más firme que cualquier estadística, algo capaz de resistir el huracán de la locura y permanecer de pie.

Es el caso de Rocío y Eunice y algunas más.

Estoy sentada frente a mi bitácora de control mensual y apunto en una escala del uno al 10 los síntomas que experimento. Hoy fue así: escuchar voces, ocho. Pensar que me siguen: seis. Gente de más (que no existe): siete.

Mis números chuecos y casi incomprensibles también son una mala señal. No he tomado los medicamentos. Las voces regresaron, furiosas como siempre, repitiéndome una y otra vez como desde hace años: te vamos a matar, María del Rocío Saavedra, te llegó la hora.

Esas voces son como mis hijos también. Aparecieron cuando me embaracé. Tenía 32 años. Me casé enamorada, creyendo que sería una historia como cualquier otra: la casa, el esposo, el hijo. ¿Qué tonta, no?


Luego comenzaron los murmullos a mis espaldas: “Mírenla comer sin saber que poco a poco la vamos a envenenar, la haremos abortar, la haremos pagar a la muy estúpida”.

Clarito escuchaba a mis compañeras de trabajo hacer planes para matarme, a mí y a mi hijo. Empecé a descubrir idiomas secretos y violentos en los gestos de la gente, bajo las palabras cordiales. El mundo cambió por completo.

Me tuvieron que amarrar mientras daba a luz porque empecé a escuchar que los doctores querían matarme y yo veía un túnel rojo sangre que me devoraba.

Mi suegra estaba a un lado mío cuando desperté en la cama del hospital. “Qué niño tan hermoso has hecho”, me dijo. Pero cuando la enfermera se llevó a mi hijo al cunero escuché que me decía que nunca lo volvería a ver, que era una idiota. Me tuvieron que sedar. “Triste y tonta Rocío que no sabe lo que le espera”, decían.

Cuando regresamos a casa todo empeoró. Las voces estaban en la tele o en la radio, salían en todos lados. Durante cada comercial me gritaban: imbécil, puta. Los vecinos rompían a pedradas las ventanas, gritando que me largara. Intentaba tranquilizarme: “No es para ti, no es para ti, fíjate en lo que dicen”.

No funcionaban mis intentos ridículos y yo terminaba gritándoles: “Malditos, malditos”. Aventaba los trastes de la cocina, praz, praz, praz, contra la pared para que callaran.

Abrazaba con fuerza a mi bebé todo el tiempo, hasta que mis brazos se entumían y hormigueaban. Le decía entre sollozos: “Ya, ya, no llores, no pasa nada”, aunque en realidad ocurría todo. El mundo se venía abajo y yo le cantaba una canción.

Las voces se van sólo hasta que se aburren de atormentarme. Por eso yo tenía que limpiarme el rostro hinchado por el llanto y recoger la casa para que mi esposo no encontrara rastro de nuestra batalla. Así pasaron muchos años, nueve para ser exacta, hasta que recibí mi primer medicamento contra la esquizofrenia.

Ahora tengo 58 años y aún sigo sin saber cuál es esa línea delgada que divide estos dos mundos. Nadie lo sabe. Ni las voces, ni los doctores, menos mi hijo. No hay quien pueda decirme si ya perdí la razón y no tengo regreso.

Mi hijo Sergio regresará pronto del trabajo y le prepararé la cena, platicaremos sobre lo que nos ocurrió en el día, le diré las cosas que vi, lo que escuché y quizá él me abrazará y me dirá: “No te preocupes, no pasa nada”, aunque los dos sabemos que es todo lo contrario.

La sala de espera del doctor Raúl Escamilla Orozco está repleta de pacientes inquietos, pero aquí, dentro de su consultorio, se da tiempo para hablar de un tema que lo ha obsesionado en los últimos 15 años: la esquizofrenia.

Él es el coordinador de la Clínica de Esquizofrenia del Instituto Nacional de Psiquiatría, tiene 39 años y la certeza de que existe evidencia científica de que la enfermedad tiene un componente predominantemente genético y es congénita. “Aunque los padecimientos mentales son multifactoriales, una persona puede padecer esquizofrenia si carga con antecedentes familiares de trastornos mentales”.

La esquizofrenia, explica, no afecta la percepción o los sentidos sino la interpretación de los estímulos. Es decir, las palabras, los sonidos y las imágenes se licuan en el cerebro hasta convertirse en una mezcla de versiones fraudulentas de la realidad.

En la mente de quien la padece, conviven voces y alucinaciones que, como perversas conciencias, les dictan actuar en contra de su voluntad. Dentro de esa maraña de sensaciones, no hay forma de distinguir lo que es real.

La esquizofrenia afecta a más de 21 millones de personas en todo el mundo y es más frecuente en hombres que en mujeres. Sus principales características son los delirios, las alteraciones de la percepción y el autismo.

La enfermedad detona por diferentes factores como una situación de estrés, una experiencia traumática, la ingesta de alguna sustancia o incluso un cambio hormonal como el embarazo.

Eunice Escobar dejó de tomar sus medicamentos cuando supo que estaba embarazada. El miedo y la alegría la invadieron. Aún atesora la noche en que su esposo, a media luz y mientras bailaban una melodía acompasada, le pidió que tuviesen un hijo después de nueve años juntos. Ilusionada dijo: Sí.

Apenas tenía unas semanas de embarazo cuando le ordenaron abortar. La ensoñación había acabado y se encontraba en el consultorio de su ginecóloga del centro de salud. La revisión ya no era de rutina. Eunice Escobar intentó explicarle algo, pero de su boca no salió más que un quejido asfixiado. Pagaba el precio de alejarse de los medicamentos. Ahí mismo empezó a sufrir una crisis esquizofrénica.

“Los rostros se hicieron sombras, el cuarto oscureció y se hizo pequeño, figuras geométricas inestables. Se llenó de olores fétidos, de visiones horribles. Las crisis te dejan paralizada, tu mente se esconde como un caracol y te abandona”, recuerda Eunice.

Su madre, sentada junto a ella, le sujetaba la mano mientras preguntaba a la ginecóloga con un tono mezcla de condescendencia y enojo: “Qué nos recomienda, qué podemos hacer. Doctora, se embarazó. Qué podemos hacer”.

La ginecóloga, distante y con los dedos entrelazados como nudo, determinó que ella no debía de dar a luz a ese niño porque sería incapaz de cuidarlo. Lo mejor era abortar.

Su madre y la doctora se ponían de acuerdo para programar el aborto y Eunice Escobar había desaparecido. Nadie la miraba, ni siquiera porque ya pesaba 92 kilos, o porque su quijada comenzaba a temblar y se le borró el rojo intenso de sus mejillas. La mente es sólo un caracol que se esconde.

“Dicen que la enfermedad es genética, pero yo creo que nos da a las personas sensibles, que viven y sienten con más intensidad”, cuenta Eunice y no duda: “Las alucinaciones son puro dolor contenido”.

La doctora la mandó a otra área para que le practicaran el ultrasonido y programaran el aborto. Ella se levantó y caminó ayudada por su madre mientras entraba y salía de su estado catatónico como si la arrastrase una ola. Tomaba bocanadas de aire y se repetía una y otra vez que debía de tranquilizarse. Debía tranquilizarse.

Al siguiente consultorio entró sola, se recostó sobre la camilla y cuando entró la especialista que le realizaría el ultrasonido, su voz emergió con la vehemencia y desesperación de quien busca respirar bajo el agua.

Le dijo que estaba ahí en contra de su voluntad y que si volvía a entrar en crisis no iba a poder evitar que le realizaran el aborto.

Le pidió que ignorara su diagnóstico de esquizofrenia paranoide y que la tratara como a cualquier paciente, que olvidara su dictamen médico que dice: “medianamente capaz para la vida e incapaz para el trabajo”, y el cual tiene que llevar a todos lados como si fuese la sentencia de algún criminal.

Después de media vida de fallar, de sangrar, de fármacos, de hospitales psiquiátricos, de intentos de suicidio y de luchar por recuperarse, lo único que deseaba era sostener en sus brazos a una niña y llamarla Hanna. Eunice le confió a la especialista: el amor era su única ancla en la realidad.

“O tal vez no lo dije, tal vez sólo me quedé engarrotada con un extremo de su bata en mi mano, mirándola desesperada. Ni nos conocíamos, ni nos habíamos visto pero ella rompió la orden de ultrasonido”, habla en voz alta Eunice.

La doctora la abrazó y la felicitó al oído. Le advirtió que vendrían tiempos de vigilias, de decisiones, de problemas, pero que ese instinto de madre que la hizo salir de su crisis, también la haría seguir adelante.

Eunice Escobar piensa que quizá existió entre ellas una extraña y única conexión en ese momento, quizá sólo fue un milagro o quizá la mente es sólo un caracol que se esconde, sí, pero que al final siempre regresa.   CONTINUARA...


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