El viacrucis de Juanita

Migrante guatemalteca fue torturada y quedó presa hasta que el presidente López Obrador se enteró de su desgracia

Ciudad de México

L o último que comió Juana Alonzo al interior del Centro de Ejecución de Sanciones de Reynosa fueron unos tamalitos. Estaba acompañada de una amiga y le acababan de anunciar que ese día dejaba la cárcel después de siete años y medio presa por un delito que no cometió.

Quedaba lejos la primera comida entre las rejas: un sándwich envuelto en plástico que los policías ministeriales le arrojaron tras detenerla el 10 de noviembre de 2014. “Me lo aventaron como si fuera un perro, con rabia”, dice la joven en una entrevista por videoconferencia con EL PAÍS ya acompañada de su familia en San Mateo Ixtatán, una comunidad indígena de Guatemala cerca de la frontera con México. 

La vuelta a casa de Alonzo tardó más de lo previsto, pero lo anuncian las flores y la marimba: esta es una historia de migrantes con final feliz, y no hay tantas.

Llegó a San Mateo tras dos aviones y dos días en carretera. La recibieron con honores en su pueblo y con abrazos su familia, su madre enferma. Ahora, entre las fuertes lluvias y los apagones eléctricos, alcanza a decir que quiere una reparación del daño por los años que le robaron, por el dolor que le causaron. “Eso es lo más importante, pero ya estoy libre y estoy bien feliz ahorita”.

Tenía 26 años cuando salió de San Mateo. Iba hacia Atlanta, Georgia, Estados Unidos, perseguía lo que persiguen todos: el sueño americano, los dólares, más comida para su familia. Recorrió junto a una veintena de personas los 1,800 kilómetros hasta Reynosa. Agotada y con un fuerte dolor de cabeza no pudo dar con los demás el último salto. La dejaron aguardando en una vivienda a una decena de kilómetros de la frontera.

Ahí estaba también una mujer de El Salvador que le pidió a Juanita su celular, realizó una llamada al 911 y advirtió a las autoridades de que estaba secuestrada. Los alrededores de la vivienda se llenaron de policía. “Tenían su máscara, su casco, llegaron bien armados, bien con sus pistolas, me agarraron, me amenazaron, me golpearon, me torturaron”, recuerda Juanita. “Ellos me pegaron en la cabeza, me patearon mis espinas y todo. Ya no sentía nada”.

“Yo no entendía qué pasaba, porque cuando me agarraron no tenía un traductor conmigo, tampoco tenía el consulado”, explica y resume, resignada: “Desde el inicio fue mucho error conmigo”. Juanita cuenta que ella lo que habla bonito es el chuj, un dialecto de la familia maya, que de español no sabía una palabra, menos todavía las que ponía en la declaración autoinculpatoria de secuestro en la que estampó su firma. “Hazte cuenta que ellos me obligaron a firmar todos los papeles. Allí violaron mis derechos”, dice ahora en un español roto y elocuente, plagado de las expresiones que aprendió en prisión.

Aprendió el idioma “de a poco con las muchachas”. Cuando Alonzo se vio sola en la cárcel de Reynosa, sus compañeras de prisión se convirtieron en una guía de supervivencia. Le prestaron pantalones y playeras, le pagaban por lavarles la ropa, le enseñaron a tejer. “Me daban mucho ánimo. ‘Échale ganas, Juanita’, me decían las muchachas. Yo casi todos los días lloraba, si no en la mañana, en la tarde o en la noche, yo extrañaba mucho a mi familia, ellos estaban sufriendo por mí. Todas las compañeras están llorando ahí, nombre (no, hombre), está bien difícil vivir en esa cárcel, no está fácil”, cuenta la joven, ahora de 33 años.

En los días de mayor desesperación, sus compañeras le decían que quizás la injusticia era una suerte del destino: “A mis paisanos los estaban matando, secuestrando, en el camino”.

NO LO CREÍA

Después de siete años, seis meses y 12 días sin que ninguna autoridad se preocupara por ella, a Alonzo la llamó la secretaria del juzgado al locutorio: “Juanita, felicidades mija, ya te vas a ir libre”. “Si es cierto quiero ver mi hoja de la libertad”, contestó ella con desconfianza tras años de decepciones.

“Y ella sacó la hoja, y aaaay ya me voy libre. Volteé a ver a las custodias y estaban llorando y después me abrazaron: ‘Me da mucho gusto mija, yo sé que tú estás inocente, gracias a dios ya te vas libre”, recuerda ahora. “Ay, estoy bien emocionada, bien feliz porque ya me dieron mi libertad”, dice y su voz canta.

En los primeros minutos de esta entrevista, Alonzo pronuncia libre 17 veces y todavía no se lo cree. Rememora con precisión la hora en la que se lo dijeron —15:45 del 21 de mayo— y salió corriendo a decírselo a las muchachas, y lo rápido que empacó siete años de vida, porque dentro de la prisión lo dejó todo.

“Hazte cuenta que sí fue muy rápido, haz lo que quieras con las cosas, regálalas, yo ya no quiero saber nada, yo estoy libre”, cuenta riéndose. Fuera la esperaba personal del consulado de Guatemala, sus abogadas y las organizaciones de derechos humanos.

Y Alonzo exclama para decir que no comió ni durmió en el hotel esa primera noche: “Ay yo ni hambre tengo estoy bien emocionada, ay yo ni sueño tengo, estoy bien emocionada”. “Además”, confía, “tenía mucho miedo, no sé cómo viajar con ese avión”.

PREÁMBULO

Juanita estaba concentrada haciendo un bolso grande cuando le avisaron corriendo las chicas: iba a salir libre, estaban seguras, lo había dicho el presidente, salía su nombre en las noticias.

El 18 de mayo, el presidente Andrés Manuel López Obrador pidió a la Fiscalía de Tamaulipas la liberación inmediata de Alonzo.

La exigencia del presidente se añadía a la recomendación de la ONU, que en septiembre había dado seis meses para soltar a Juanita, y ya habían pasado ocho.

A la petición de libertad se unió también el gobernador Francisco García de Vaca.