Esta fue una mañana normal. Con mi esposo despertamos a nuestros pequeños, hice el desayuno con un ojo en la comida y otro en mi reciente gateador bebé, preparé almuerzos y di a todos de comer, me puse pijama y un abrigo encima, todos comieron entre autos de juguete y gritos de “Mamá, no quiero ir a al escuela“. Mi marido tomó un auto, yo cogí el otro, todos con cinturones y uno en la silla de bebé. Todos gritando, aún autitos y aviones de papel por todas partes, con música infantil de fondo. Estaba en el tráfico de siempre cuando entre las bocinas de los otros autos y los gritos de mis niños, sentí algo húmedo que recorría mi mejilla. Y luego sentí mi mentón temblar y… sin darme cuenta, estaba llorando.
Cuando miro hacia atrás y mis niños se dan cuenta, sólo bastó un “¿Qué sucede, mami?”, para que explotara en un llanto descontrolado que no podía controlar. Estaba fuera de mí, sentía que necesitaba que esas lágrimas salieran y ahora que lo estaban haciendo ya no podía parar. Quería gritarle al mundo que quería descansar. Seguí llorando como mi bebé mientras mis hijos me miraban en silencio, hasta que otros autos hicieron sonar demasiado sus bocinas y noté que debía avanzar en medio del tráfico. Me sequé las lágrimas entre sollozos y me compuse en un segundo.
Solo necesitaba desahogarme un minuto, nada más.
Mis hijos atrás esperaban que dijera algo, pareciera que hubiesen visto a un fantasma, incluso mi pequeño bebé estaba pasmado.
Me di vuelta y les dije “No pasa nada, mami sólo necesitaba gritar, pero no estoy triste. Sólo debo dormir, a todos nos pasa“. Ellos siguieron en silencio, debí haberlo intentado antes, fue la mejor estrategia para que estuvieran en orden hasta que los dejé en la puerta de la escuela. Y mientras los ayudaba a bajar sus cosas, mi hija de 6 años me miró y me dijo “Mami, ¿pasó algo? Si tú estás triste, yo también lo estoy“. Le dije que no, que a veces pasaba, que entre el cansancio un pequeño sonido podía descolocarte pero nada malo estaba pasando, todo estaría bien. Y se alejó de mí con su pequeña cara llena de preocupación. Me partió aún más el alma.
Y es ahí donde me pregunté… este pequeño arranque de sinceridad emocional, ¿me hace mala madre? ¿Estuvo incorrecto demostrar esa “debilidad” ante mis hijos? Al volver a casa decidí no ordenar, tenía que trabajar más tarde así que sólo me tiré en la cama y quería dormir, realmente sólo necesitaba silencio, pero no salía de mi cabeza la idea de que mi arranque podría haber sido algo malo.
Pero luego de unos minutos, me di cuenta, que no tenía nada de malo. Sino que era todo lo contrario.
Demostrarle mis emociones más sinceras a mis hijos no los estaba afectando, ni los haría inestable (vamos, que fue sólo un arranque en particular). Abrir mi corazón y sacar la máscara de súper mamá – algo de lo que estoy lejos – es lo mejor que podría hacer. Bajar los estándares imposibles de expectativas para ellos, al mostrarme humana, al contarle que hasta los papás pueden tener sus días malos y pueden llorar, y que eso no los hará más débiles o peores. Nos hace sinceros, nos hace reales y si no nos pasa nunca nada así, es que algo anda mal.