‘En la tercera edad el gay regresa al clóset para sobrevivir’

La activista transexual Samantha Flores abrirá un centro de día para ancianos gays en la Ciudad de México con el que pretende batallar contra la soledad.

México

Samantha Flores tiene 84 años, es transexual y cuando mira a la cámara se transforma en una diva. Se desenvuelve con soltura, consciente de que tras el objetivo muchos la admiran. Este estatus lo ha conquistado a base de pelea, de mantener un pulso con la realidad más cruda. Una activista por los derechos de los enfermos de VIH, a la que vuelve a llegarle el reconocimiento. Desde su humilde y viejo apartamento celebra incrédula el éxito de su última batalla: construir un albergue para ancianos LGBT en la Ciudad de México.

“Los heterosexuales de la tercera edad están olvidados, abandonados, arrinconados y segregados. Pero los adultos mayores LGBT somos invisibles. Nadie sabe que existimos. Queremos satisfacer la necesidad más primaria: acabar con la soledad y poder reunirnos como una gran familia”, cuenta Samantha, que recibió un homenaje en Madrid en los actos del pasado Orgullo Gay.

80 años de fuerza, titulaba la revista Out Magazine un perfil sobre Samantha, que ha aprovechado para reunir 400.000 pesos (cerca de 22.000 dólares) a través de crowdfunding. Con el dinero abrirá un centro de día LGBT que, con el paso del tiempo, espera poder convertir en un albergue. Es su lucha por los derechos de una comunidad que el imaginario colectivo asocia con juventud y fiesta pero que, cuando llega a la tercera edad, “vuelve a meterse al clóset para poder seguir en la sociedad”. “No estamos casados, ni tenemos hijos, ni familia. Estamos solos. Necesitamos formar un grupo de gente de la tercera edad para cubrir nuestras necesidades de afecto”, relata.

Hija de un obrero de la fábrica de cervezas Moctezuma de Veracruz, Samantha nació en 1932 en Orizaba, una localidad de este Estado en el que 84 años después se siguen denunciando los crímenes contra la comunidad LGBT. “Ya saben: pueblo chico, infierno grande”, cuenta. En 1957, y tras pasar por Los Ángeles gracias a que vendió el coche que ganó en una rifa, Samantha llegó a la Ciudad de México. Se instaló en una ciudad en la que ser gay era una lacra y donde la palabra homosexual jamás se mencionaba. “Prefiero a un hijo criminal que puto”, cuenta que se solía escuchar en aquella época.

Sesenta años después, pelea por los derechos de una generación que fue criminalizada en su juventud y olvidada en su vejez. Coetáneos de lucha de Samantha que, en numerosos casos, tuvieron que romper con sus familias tras sacar a la luz su identidad. Era un tiempo en el que salir del clóset implicaba enfrentar el rechazo y pasar a formar parte del lado sórdido de la sociedad.

Más de medio siglo después, aquellos jóvenes estigmatizados enfrentan la vejez teniendo que elegir entre la soledad o acudir a residencias donde los prejuicios continúan. Una generación, cuya batalla propició un aluvión de derechos para la comunidad LGBT pero que sigue sin transformar por completo sus vidas. Buscan ahora “volver a brillar” gracias a este centro que pretende abrir Samantha con el apoyo de la fundación Laetus Vitae, vida alegre en latín.

“Va a ser una casa de día donde no vamos a remediar ningún tema de salud. Se trata de reunirnos la tercera edad LGBT para cubrir nuestra soledad. Aunque si alguien me dice que tiene una amiga íntima que no es gay pero que quiere venir con nosotros será bienvenida. O si otro tiene un amigo muy macho con el que se emborracha los fines de semana que dice: ‘Yo quiero ver que hacen todos los jotos ahí reunidos’, también le abriremos las puertas. Fuimos rechazados durante tantos años, que no vamos a empezar a discriminar ahora”, cuenta.

Samantha echa la vista atrás y recuerda los años de desprecio y represión. Se siente ahora “en una película de Walt Disney”. “Ya podemos casarnos, adoptar, heredar de nuestra pareja,...”. Derechos adquiridos como el de poder registrarse con su nombre de mujer que Samantha no ejerció hasta hace dos años, cuando un amigo le pagó los cerca de 30.000 pesos (1.660 dólares) que se necesitaban para poder completar el trámite. “Si yo hubiera tenido el dinero me hubiera ido de viaje a Europa”, admite Samantha, que ahora fantasea con que el ejemplo de este centro para ancianos se expanda por el mundo. “Ojalá en 10 ó 15 años llegue a otros Estados aunque ya no estaré aquí para verlo”.