De La Habana a Disneylandia

No tan estruendosamente como ocurrió en los 80, pero en los últimos meses hay una sangría constante de cubanos que salen de la isla

Los ojos de Katia se han llenado de imágenes nuevas. Lo que hoy ha visto ha dejado ya una impronta en ella. Porque en Cárdenas, su costero pueblo natal, no existe nada que se parezca a esto. Y la voz de esta mujer tiembla de emoción. 

—¡Estoy en una zona trailera! —la alegría que transmite Katia por teléfono es desbordada, como si estuviera a punto de subirse a la montaña rusa más alta de Disney World.

Porque allá, en su cubanísima Cárdenas, la gente no vive en remolques acondicionados como hogares. Qué cosa. Un barrio completo de viviendas sobre ruedas. Qué diferentes son las cosas acá. 

Katia llegó a Miami hace dos semanas junto con Oswald, su esposo. No tienen familia. Han recibido hospedaje en casa de un pastor metodista y un matrimonio amigo de él. Están de visita en casa de una familia que acaban de conocer y Oswald se fue a pasear por el barrio para reconocer un terreno que, aunque todavía les resulta nuevo, ya es su residencia. 

—Estoy contenta —Katia explota en una carcajada—. ¡Es el país de mis sueños!— dice y cuenta por qué le gusta: el clima, la amplitud de las calles y algo que vagamente menciona como “el sistema”. Algo dice del “sueño americano”, aunque no tiene trabajo, ni residencia fija, pero optimismo sobra.

Lo peor ya pasó, porque para que Katia pudiera estar aquí, admirando un paisaje compuesto de remolques, ha tenido que formar parte de una de las olas y crisis migratorias y humanitarias más recientes. Aquella que durante dos meses mantuvo a más de siete mil cubanos varados en Centroamérica. 

—Pero, ¿sabe? Yo no lo veo grave. Traté de ver esto como una experiencia. En toda la travesía intenté disfrutar el paisaje para que me quedara un recuerdo. 

* * *

El puente internacional Rodolfo Robles, erguido sobre el río Suchiate, enlaza la ciudad guatemalteca de Tecún Umán con Ciudad Hidalgo, en Chiapas. Para distinguir si uno se encuentra en uno u otro país, basta fijarse en las líneas que cruzan el camino. Si la línea es blanca, entonces uno está en Guatemala. Si es amarilla, se ha llegado a México. El brazo de control vehicular se eleva para dar paso a un bus verde que entra con la pesadez de un animal gordo y cansado. Durante su lento ingreso al puente, oficiales de migración, reporteros y camarógrafos, comienzan a rodearlo. Detrás de él vienen otros tres buses igual de verdes, grandes y torpes. Cuatro vehículos que llevan, cada uno, 45 pasajeros cubanos, quienes, a diferencia de miles de sus paisanos, o de hombres y mujeres de Centroamérica, o de quienes vienes de rutas que inician en África o Asia buscan internarse legalmente, han llegado a Tecún Umán este 13 de enero de 2016 acompañados por observadores de derechos humanos, con pasaporte en mano y formularios de tránsito debidamente completados. 

Son los primeros migrantes cubanos (139 hombres y 41 mujeres), que ingresan al país a través de una estrategia que involucra a Costa Rica, El Salvador, Guatemala y México, para tratar de paliar la crisis que inició dos meses antes.  

Con un rugido perezoso, los buses atraviesan el puente. Las cortinas de las ventanas están descorridas. Algunos pasajeros se asoman. Otros no tienen interés. Los ojos cerrados, la cabeza apoyada en un puño, el gesto agotado. No es que dormiten, esperan. Desde su salida de Cuba hasta este instante, los días se amontonaron hasta acumular semanas y sumar meses. 

Casi todos siguieron la misma ruta: volaron de Cuba a Ecuador, que hasta antes del 1 de diciembre de 2015 no les exigía visa. En buses y autos cruzaron a Colombia. Llegaron a Antioquía, se trasladaron a Turbo y tomaron una lancha que por 500 dólares los llevó a Panamá. Llegaron hasta Paso Canoas, frontera con Costa Rica. Y ahí se cerró toda posibilidad de continuar su tránsito. El problema creció a la par de la llegada de más cubanos, la improvisación de albergues, la burocracia diplomática, el lento transcurrir de dos meses hasta que se acordó que llegaran a la frontera mexicana por vía aérea y terrestre. 

 ¿Qué tanto puede representar esperar un poco más?

Un poco más, hasta que la puerta del primer bus se abre frente a las oficinas del Instituto Nacional de Migración en Chiapas. Katia desciende las escaleras y se enfrenta de golpe al calor húmedo y el sol, que debe volver intolerable el suéter negro que la cubre. Sus ojos se cierran un momento al contacto con la luz. A su lado va Oswald, ligero en su camisa verde y su gorra. Sólo les faltan mil 800 kilómetros para llegar a su destino. 

* * *

Katia está de espaldas, El dorso de la mano izquierda apoyado en la cintura. Con la derecha sostiene cerca de su oreja el teléfono. Se encuentra en la entrada del refugio para inmigrantes Jesús El Buen Pastor, en Tapachula. De pronto, su voz se agudiza en un chillido de sorpresa:

—¿Para el sábado tampoco?

Habla con la sobrina de una de las hermanas de Oswald. Una mujer que vive en Estados Unidos y los ayuda a comprar por internet los boletos de avión que los lleven desde el DF (su siguiente parada) a Reynosa, Tamaulipas, donde cruzará la frontera hacia Estados Unidos. Le acaba de informar que no hay boletos de salida para el sábado 16 de enero. 

—Para el domingo. Es lo que hay.  

—¡Ay, Dios Mío! —Su mano transita de la cintura a su frente, la frota con hartazgo. “¡Nunca nos vamoá ir de aquí!”. Aunque apenas cumple un día en México, se le acaba la paciencia.  Toma aire, se resigna: “Para el domingo… ¿A qué hora y en qué frontera?”. Silencio. Finalmente la voz de la mujer responde:

—El domingo, a Matamoros. Salen a las 2:20 de la tarde y…

—¿Pero no quedan pasajes en otras fronteras? —insiste Katia, molesta—. Nos vamos por cualquier frontera, con tal de irnos el sábado. ¡Sácame cualquier pasaje! ¡Ya! ¡Para irme el sábado!

—Pero es que están vendiendo lo pasajes a precio ridículo. 

—¡Porque todo el mundo está aquí! —responde Katia, exasperada. Asume que los costos elevados tienen que ver con la urgencia de casi 200 cubanos por llegar a la frontera. Aunque también puede ser por el poco tiempo de anticipación en la compra.

—Dale, mira, ¡rápido! Sácame para cualquier hora. El sábado. 

Cuelga el teléfono con una negativa de cabeza. 

El potente sol de Tapachula se yergue encima del albergue que desde hace décadas brinda asilo a inmigrantes centroamericanos y atiende a una población que en su camino ha quedado sin nada, despojados de sus pertenencias por coyotes y asaltantes. 

Cuando los cubanos llegaron un día antes, cuatro camiones del Instituto Nacional de Migración los esperaban para llevarlos de Ciudad Hidalgo a Tapachula. Ahí, cada quien tomó su camino: la estación migratoria siglo XXI, el albergue Belén, la casa del migrante, el hotel Palafox o este refugio de portón metálico y la imagen de un pálido Cristo pintado en la pared.

 Dentro del albergue, en el primer cuarto ubicado a la derecha, algunos de los cubanos que llegaron ayer duermen la siesta sobre colchonetas acomodadas en el piso. Deisi Aguada, una rubia de 40 años que viaja sola, se entretiene barriendo la habitación. Gisele y Daen, de 20 y 28 años, se acurrucan en una colchoneta y revisan sus respectivos celulares. Oswald, sentado en una silla metálica, rememora la madrugada en la que él, su esposa y 18 cubanos más cruzaron en lancha el Golfo de Urabá para llegar a Colombia. El motor de la lancha dejó de funcionar. Los dos lancheros que conducían el vehículo huyeron a nado, ignorando las súplicas. Lo peor sobrevino cuando los cubanos notaron que la lancha hacía agua. No había chalecos salvavidas. “Sacábamos el agua con lo que podíamos”. Siguió el llanto, el vómito, el frío de las ropas empapadas por las olas. Entonces llegó la armada colombiana a rescatarlos y cuando el último pasajero dejó la lancha, el mar se la tragó. 

“Que si llegan 10 minutos después, hubiéramos terminado en el mar”, concluye Oswald con tranquilidad, parece que relata el argumento de una película y no un suceso en el que casi se muere.

El teléfono de Katia vuelve a sonar. Ella responde, aferrada a conseguir pasajes para el sábado.

—Ya no queda nada. Había tres pasajes y se acabaron. 

—¿Ni para el domingo hay? —exclama con desesperación. 

—Sí. De hecho, sólo hay para el domingo. 

Katia se da por vencida. 

—Bueno, ya, sácame para el domingo. 

* * *

Dice Oswald, en tono neutro y sin dramatismo, que lo único que él y su esposa desean es vivir “como gente”. La seriedad de Oswald y la seguridad con la que habla lo despojan de cualquier tentativa de victimización. Dejó Cuba porque estaba harto. Tiene dos hermanas que han salido al extranjero, pero siempre regresan a la isla. ¿Por qué? No lo entiende. En todo caso, sólo puede hablar de sus propios motivos. 

Era chef en Varadero, destino conocido por sus playas. Un paraíso de arena blanca y mar de espejo que fascina a los turistas, pero no a Oswald. No cuando ganaba 10 dólares al mes. “¡Uno no vive con ese salario!”. 

Katia trabajaba por las noches en el bar del hotel Princesa del Mar. Para ganar más dinero, abrió un negocio de venta de artículos para el hogar. No tenía local, ni un auto para transportar la mercancía, ni dinero para regularizar su negocio. Desistió. 

Para no gastar en comida, Oswald llevaba a casa piezas de pollo que tomaba a escondidas de su trabajo. “Uno no es ladrón, pero tiene que inventarse cómo vivir cuando el salario es menor que los gastos”. Mueve su dedo índice, como para dar énfasis a sus palabras secas: “Los cubanos somos dignos. Pero vivimos robando”. 

Pregunto si hay algo que extrañen del país. Algo que consideren positivo del régimen. Lo que sea. 

Ellos observan como si la pregunta fuera una necedad, sobretodo porque, ¿no lo ha notado usted?, de haber estado contentos no habrían pagado más de 9 mil dólares para emprender una travesía peligrosa.  No. No extrañan nada. Salvo a la familia. Nada más. 

* * *

Para que siete mil cubanos quedaran varados durante dos meses en la frontera de Costa Rica debieron coincidir varias circunstancias: 

La eliminación de la exigencia de visa para que los cubanos entraran a Ecuador en 2008. 

La política estadunidense de “pies secos-pies mojados” que desde 1994 deporta a los cubanos que intentan llegar a las costas de Florida en balsa. Esta misma ley permite la residencia legal a quienes ingresan por tierra. El “deshielo” de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba a fines de 2014, y el temor generalizado de que con ello se deroguen las garantías para los migrantes cubanos en EU. 

Además, se produjo un aumento inusual en el número de migrantes cubanos. Entre octubre de 2014 y septiembre de 2015 ingresaron a EU más de 43 mil 159 cubanos, más que durante la crisis de los balseros en 1994, cuando más de 32 mil habitantes de la isla llegaron a las costas de Florida en balsa.  

Finalmente, el cierre de la frontera entre Costa Rica y Panamá, después de que se desmantelara en el primero una célula de tráfico de personas. Conforme pasaron los días, la cifra de familias, parejas y viajeros solitarios varados en las inmediaciones de Paso Canoa fueron aumentando en razón de unos 250 por día. 

Esto era lo último que les faltaba a Katia y Oswald. 

* * *

Oswald: Nosotro’ salimos de viaje sin pensar que no volvíamos.

Katia: Como pusieron el libre visado en Trinidad y Tobago, fuimos de vacaciones. Nos encontramos que había más cubano y decidimos quedarnos a trabajar. 

Oswald: Pero uno no se puede quedar ahí sin papeles. 

Katia: Mi esposo tiene tres hijos, yo tengo uno, de 16. Ello’ no sabían que veníamos a esta travesía. En principio, íbamos ocho días de vacaciones, pero como to’ los cubanos se van a Estados Unidos, decidimos hacer lo mismo sin decir a nadie de la familia. No los queríamos preocupar. 

Oswald: Primero nos quedamos trabajando en Trinidad para hacer dinero. Yo soy chef. 

Katia: Yo soy bar tender. En Trinidad trabajé en el bar de una china, llamada Linda. Juntamos cinco mil dólares.

Oswald: Cogimos una lancha de Trinidad para Venezuela. Los contactos (coyotes) nos llevaron a Caracas. Nos trataron bien. Hasta nos alquilaron hotel. 

Katia: Tienen cara de malos, pero nos trataron bien (carcajada). Los coyotes son gente fría. ¡y estaban armaaadooos! ¡Nunca habíamos visto personas armadas! Te gritan órdenes: “¡Agáchate! ¡Corre! ¡Espera!”. Para cruzar a Colombia tuvimos que tomar el monte. 

Oswald: Ellos nos brincaron el río y nos metieron a territorio colombiano. Coyote tras coyote, nos llevaron a Montería. 

Katia: A vece nos hacían esperar dos o tres días en casas abandonadas. No podíamos salir. Ellos mismos nos traían la comida. Todas las noches llegaba más gente. No sé dónde estaba, pero era cerca de la playa, porque estuvimos ahí  ante’ de tomar la lancha. 

¡Qué difícil fue Colombia! Ahí nos quedamos sin dinero. Nos tocó la presión de pagar a los coyotes —que, la verdad, nos dieron seguridad—. Y luego, la policía. He visto tantos policías en este viaje, y todos te piden dinero. Mi cuñada no’ vendió nuestras pertenencias en Cuba y nos mandó el dinero con un muchacho, para poder seguir. 

Oswald: Llegamos a Panamá por la famosa Loma. Supuestamente, el precio que nos cobró el lanchero ya cubría ese trayecto y resultó que no. 

Viajamo’ a Costa Rica, peo’ ya no estaban dando los salvoconductos. 

Katia: Dormimos tres días en el piso, frente a Migración. Sabíamos que no´ enfrentaríamos a muchas cosas, pero hasta que uno no lo experimenta, no lo entiende.